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Opinión: un cambio cultural urgente: la ética perdida en lo público

Por: Lucas Serrano, cientista político, director (i) de la carrera de Administración Pública Universidad San Sebastián sede Concepción.
La reciente revelación de que más de 25 mil funcionarios públicos viajaron fuera de Chile mientras estaban con licencia médica no es solo una noticia impactante; es un síntoma profundo de una enfermedad ética y cultural que carcome nuestro sistema público. Se trata de un caso que va más allá de la falta de control administrativo o del uso irregular de licencias médicas: lo que está en juego aquí es la integridad del pacto social y la legitimidad de nuestro Estado.
La Contraloría General de la República cruzó datos entre la PDI, Fonasa, las Isapres y las bases de funcionarios públicos. El resultado: decenas de miles de trabajadores —algunos incluso con más de 30 entradas y salidas del país en un solo periodo de reposo— utilizaron un instrumento creado para proteger la salud como un salvoconducto para el abuso. En total, más de 35.000 licencias podrían estar viciadas.
Este hecho golpea con fuerza al Estado, no solo porque pone en entredicho la probidad del funcionariado, sino porque afecta directamente la confianza ciudadana en sus instituciones. Y aunque es verdad que este fenómeno no se limita al sector público —seguramente en el mundo privado ocurre algo similar— lo público es simbólicamente distinto: es de todos, y por lo tanto, exige más.
En este contexto, resulta imperioso reforzar los mecanismos de control y fiscalización, como el rol del COMPIN en la validación y seguimiento de licencias médicas. Pero reducir el problema a un tema de control es insuficiente. Este escándalo revela una herida mucho más profunda: la urgencia de un cambio cultural en Chile.
Vivimos en una sociedad que, por décadas, ha cultivado un tipo de astucia mal entendida. El que “se pasa de listo”, el que “se las arregla” o el que “hace la trampa sin que lo pillen” es visto muchas veces como un ejemplo de viveza, no de corrupción. Esta lógica perversa está tan arraigada que ha contaminado incluso la red de protección social. No se trata solo de funcionarios que engañan al sistema para irse de viaje: se trata de personas que abusan de recursos que están diseñados para proteger a quienes realmente los necesitan. Y eso tiene un costo no solo fiscal, sino también humano.
Este tipo de prácticas no solo despilfarran dinero público —es decir, el dinero de todos nosotros— sino que debilitan la red institucional que sostiene a los más vulnerables. Porque cuando se banaliza la licencia médica, también se socava la credibilidad del sistema para quienes sí necesitan ese resguardo, generando desconfianza, estigmatización y burocracia excesiva.
Necesitamos urgentemente revalorizar lo público. Hoy más que nunca, es fundamental formar no solo profesionales técnicamente competentes, sino ciudadanos éticos, con una conciencia clara de que los bienes comunes no son “de nadie”, sino de todos y todas. Y eso empieza en la sala de clases, en los hogares, en los medios de comunicación, y en la formación cívica que tanto hemos descuidado.
Culpar exclusivamente a la clase dirigente es fácil. Pero este fenómeno muestra que la crisis de ética y civismo es sistémica. Si no asumimos que la corrupción cotidiana también es responsabilidad nuestra —como ciudadanos, trabajadores y miembros de una comunidad—, difícilmente podremos reconstruir la legitimidad de nuestras instituciones.
Lo que está en juego no es solo el uso correcto de una licencia médica. Es la salud moral del país, y la salud del pacto social en cual nuestra frágil sociedad descansa.

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